domingo, 11 de octubre de 2009

La solitaria y húmeda indiferencia

Me dejaron plantada en mitad de la mojada Londres un lunes a las 23:00 de la noche. No se lo reprocho ya, estuve mucho mejor sola, con mi capucha, mi mapa, mis pasos decisivos hacia St. Paul's Church, donde sabía que se escondía un albergue, y con suerte una cama. Dormí con mi maleta dentro de la cama. Puestos a fiarse, la vida me enseñó que mejor no lo hiciera de nadie. Y aún contando con que la peor fama es la española, yo por si acaso me abracé a lo único palpable que tenía, mi neceser, mi ropa, mi cartera, mi móvil y la cámara, vestida de luto pero preparada siempre en mi cintura, para captar la soledad y la indiferencia de aquella ciudad tan idealizada y desconocida.

No probé ni los autobuses ni las cabinas. Tampoco comí fish and chips. Chinatown me robó una sonrisa. Buckingham Palace asomó la cabeza al final del camino que pensaba que estaba recorriendo por equivocación.

Anduve por el puente de Londres, con sus horribles cables azules, de la mano de una lluvia que quería obligarme a coger el metro, ese otro mundo bajo la tierra tan distinto en cada país. Tiene algo mágico esa ciudad cuando vuelves a subir a la superficie y el sol se refleja doblemente en suelos y ventanas.

La gente era amable solamente lo justo. Mi cara de duda hacía preguntarse a algunos si debían ayudarme. Yo no pedí nada en aquella ciudad. Me debatí entre subir el London Eye, que hasta entonces solo había visto en la batalla final de Los 4 Fantásticos, pero la cola me echó para atrás, dejé atrás el parlamento que no me decepcionó nada, y vi un cambio de guardía en un patio interior, con semicírculo de caballos, paseé por amplias plazas y me serví de la rápida lectura de las guías para no perder detalle de la ciudad, metiéndome en tiendas de souvenirs donde no tuve ninguna tentación, más que comprar unos calcetines del metro a mi amiga María Anna.

Me quedé más tiempo del debido en una libreria en Nothing Hill, donde mi imaginación volaba, el blanco de las casas me deslumbraba y el mercadillo de Portobello Road me convenció que aquel era mi sitio favorito.

Hice las fotos de rigor: los taxis, los carteles de las calles, los buzones, las llaves del agua, los cerrojos de las tiendas y sus graffitis, sí, lo normal, típicas fotos turísticas. Creo que lo ví todo, sol, lluvia, frío, calor, estaciones de tren, corrí desde Trafalgar a Victoria Station, cogí el tren de las 21:00 y visité Porsthmouth donde no me dieron plantón, cené, y entre dibujos animados, partidos de fútbol y ajedrez, me fui a dormir, sin deshacer la maleta más pequeña y vacía de la historia, que seguramente llenaría cuando llegase al destino final, San Francisco. Pero ese viaje, ya es otra historia.

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