sábado, 13 de junio de 2009

Arriba en el precipicio


Ahí arriba, en el precipicio, el viento dio una tregua. Nos perdonaba porque el sol nos había traicionado. Las rocas parecían aferrarse a nosotros y no al contrario. Ahí arriba, mirando al vacío, los miedos se resbalaban y precipitaban hacia abajo. Se fundirían con la melodía lejana de un barco, que rompía la monotonía del agua turquesa.
Jamas había visto nada igual. Los colores grises, verdes, azules y marrones en armonía. Me hicieron imaginarme que quizá aquello tendría más encanto que el sol.
Así que señor sol, no nos fastidiaste del todo. La lluvia era delicada, nos acariciaba y refrescaba en las subidas, aunque nos lastimó un poco en las bajadas. Arriesgamos nuestras vidas solo lo justo para engañar a la montaña. Ella llevaba hora y media subiendo y bajando, sin tener la certeza de cuándo llegaríamos a la cima.
Pero lo conseguimos, como todo en la vida, finalmente lo pactado se cumple. Lo premeditamos solo un poco, abiertos a los imprevistos, a las pocas horas de sueño por las muchas horas de luz. Un viaje de extremos.
Como de extremos iba la cosa, tuvimos que hacernos sus amigos, y estar cerca de ellos. Pusimos sal a la piel, ácido a nuestros paladares y picante a nuestras almas. Y el resultado fue magnifico. Quizá se hace inolvidable cuando pasan estas cosas de vez en cuando.
Allí arriba, en el precipicio, las grietas nos sonreían, y nos recomendaban olvidar quienes éramos y que sería lo siguiente que haríamos, porque a ellas si que les da igual eso. Solo reclaman un poco de atención.
Y nosotros tuvimos los ojos bien abiertos, demasiado ocupados como para pensar.
Ahí arriba, en el precipicio, por un segundo crees que te cambia la vida. Bajas con un espíritu nuevo, pero el mismo alma.
Porque allí, durante dos horas, la vista es panóramica, y tienes el mundo a tus pies, allí arriba, en el precipicio.

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